El otro día, mi familia y yo fuimos a hacer senderismo en Sierra Nevada. A mí, me hubiera gustado más hacer alpinismo, surf o montar en kayak, pero mis padres no quisieron. La idea de Sierra Nevada no me convencía mucho.
Llegamos allí por la mañana y, como hacía mucho frío tuvimos que comprar abrigos, chaquetones y botas de agua especiales para la nieve. Aprovechando que era temprano y no nevaba, fuimos a hacer esquí por la montaña.
Más tarde, decidimos hacer una guerra de bolas de nieve. Los equipos eran: mi padre y yo contra mi madre y mi hermano.
Nos ganaron ellos.
Pero no me importó porque me lo había pasado realmente bien.
Por la tarde, después de comer, decidimos montar en teleférico aprovechando aquellas maravillosas vistas. El paseo en aquel cacharro fue lo que más me gustó de la experiencia.
Amé ver la cara de mi hermano al contemplar la altura en la que estábamos, a mi padre regañándome por reírme de Pablo y a mí madre haciendo fotos con la cámara como si la vida se le fuese en ello.
Las caras de las fotos son épicas.
Todavía era temprano así que subimos a lo alto de la montaña, alquilamos dos trineos y descendimos por el suelo congelado.
Mi madre (como no) comenzó a hacer fotos desde el trineo en el que estaba con mi padre, pillando nos a mi hermano y a mí totalmente desprevenidos.
Las caras de esas fotos son todavía más épicas.
Pasó un día y mi hermano y yo no aguantábamos ni un segundo más allí. Estábamos tan resfriados y hartos de aquello que convencimos a nuestros padres para qué, acabando de desayunar partir al pueblo.
Y, en el desayuno, Pablo y yo metimos la pata hasta el fondo. Comenzamos a pelear por una tontería (de la que ahora no me acuerdo) hasta que conseguimos derramar nuestro Cola-Cao. Nos tuvimos que conformar con el agua de las botas.
Bueno, al final nos compraron otro Cola-Cao, pero la regañina que nos echaron fue importante.
Nunca olvidaré esa experiencia.
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